Fin de año: sinónimo de caos, principalmente para los estudiantes universitarios debido a los exámenes finales. Es la época en donde se acrecienta exponencialmente una terrible relación inversa entre lo que hay que estudiar y las ganas de estudiar. Estamos cansados, hay miles de situaciones externas a la universidad de por medio pero por sobre todo: queremos que todo eso termine (inclusive, ya desde antes de que inicie todo el trajín).
El viernes 29 de noviembre rendí
mi examen final de Anatomía Patología, la materia más tediosa de todo el año.
Más allá del contenido no tan sencillo de entender, la razón por la que tan
poco cariño le tuve fue que gracias a sus pruebas semanales (todos los lunes), todos
los domingos tenían que ser de estudio para esta materia, lo que implicaba no
poder descansar el único día al que no asistía a clases pero por sobre todo, lo
más agotador –y es algo que pensamos todos los que cursamos dicha materia– es
que no se podía tener un tranquilo domingo en familia, además, el hecho de
haberme mudado a vivir solito en Asunción entre semana por motivos de estudio hizo
que mi tiempo en familia se redujera muchísimo, lo que empeoraba un poco más la
situación… pero en fin, ese viernes todo salió demasiado bien.
Aprobé. Regresé a casa. Toda mi
familia estaba expectante a mi llegar. Saber que me liberaba para siempre de “los domingos de AP” me llenaba
demasiado el corazón. Aunque moría de sueño, decidí celebrar y fui a casa de mi
abuela materna a tomar tereré con ella. Todo era demasiado perfecto. Hacía
tiempo no disfrutaba tanto algo y en mi mente rondaba un “¡nada podría ser mejor
ahora!”; grata sorpresa me lleve esa noche al ver que estaba equivocado.
Hace aproximadamente dos semanas,
mi abuela paterna viajó a Encarnación a pasar tiempo con unos tíos que viven
allá. Es una señora ya de edad y con la edad siempre vienen los cambios
repentinos de humor. Resulta que, aproximadamente el miércoles de esa semana,
le entraron intensas ganas de regresar a Itauguá pero no tenía quien pudiera
hacer regresar con ella. Entonces, tomando en cuenta que conveniente estaba de
regreso por casa post-examen, mis papás me preguntaron si no quería “ser
escolta de mi abuela” (ir junto a ella y luego regresar nuevamente a Itauguá).
Mi respuesta: ¡Claro que sí! Y ese sábado de mañana partí rumbo a Encarnación.
Lo peculiar de este viaje que
estaba por hacer es que el tiempo que me iba tomar ir hasta allá iba a ser
mayor a mi tiempo de estadía. Aunque rendí mi final de AP el viernes, aún me
quedan otros dos exámenes finales para poder terminar el año y uno de ellos es
el viernes 6 de diciembre (una semana exacta después), lo que significaba que no
podía darme el lujo de pasar mucho tiempo sin retomar el estudio, por lo que no
iba a poder quedar mucho tiempo por allá. ¿Eso me importó? Pues no.
Yo soy muy fanático de viajar
grandes distancias. Me da mucha paz y me llena el corazón pasar de largo
grandes paisajes verdes, tranquilo, escuchando música, porque sé que en esos
momentos estoy tomándome un descanso de todo. En lo que va de todo el año no
pude hacer ningún tipo de viaje, entonces esta era una oportunidad perfecta
para darme ese lujo, independiente al poco tiempo de estadía que tendría en mi
destino.
Pasaron las horas y llegué a “la
capital del Carnaval” con una lluvia muy intensa de por medio. Admito que
estaba más cansado de lo que esperaba pero igual estaba muy contento. Feliz de
ver después de mucho a estos tíos pero no puedo negar que en un punto dado
dentro mío empezó a sonar la duda de si en realidad fue una buena decisión
haber ido… Es decir, ¿un viaje de ida y vuelta de más de 600km para estar más tiempo
en bus que en tierra? No se puede negar que no es exactamente el mejor cálculo.
Además, debido a la lluvia, ni siquiera pude recorrer la ciudad; pero al rato
de haber surgido esa duda, nació la respuesta.
Poco antes de que anocheciera,
partimos de vuelta a Itauguá. Aunque llovía al momento de salir, al rato escampó,
al punto en que a pesar de lo nublado que se encontraba todo, se podía ver el
atardecer a la distancia. Abuela estaba sentada hacia la ventanilla del bus y
yo a su lado. En un punto dado (no me acuerdo exactamente dónde) pasamos de
largo el Río Paraná y fue en ese tramo del viaje en el que pude presenciar el
mejor ocaso que vi en mi vida.
En el horizonte, se veía al sol desaparecer
lentamente. Su intensa luz –una mezcla de rojo y naranja– alumbrando, por un
lado, a un cielo bastante nublado y por otro, las aguas del río; pero no era
eso únicamente lo bello del momento, sino ver a mi abuela observar ese
atardecer. Ver sus canas, el reflejo del sol en sus lentes, su piel pálida, ya arrugada
y llena de historias, con un aire de paz emanando de parte de ella. Realmente,
ese momento fue una caricia al alma. Demasiado quise capturar ese momento en
una fotografía pero preferí netamente disfrutarlo.
Particularmente, además de los
viajes largos, también soy muy fanático de los atardeceres. Para mí representan,
más allá del final del día, el fin de todo lo que trajo consigo (sea bueno o
malo) y que a pesar todo, seguimos vivos y avanzando; pero lo que más me llegó
de todo esto fue que pude presenciar –y lo digo con dolor y un cierto miedo en el corazón– dos atardeceres al mismo tiempo.
“La edad no viene sola” dicen y a
mi abuela no se aplica la excepción a esto. En este punto de su vida, además de
las múltiples complicaciones de salud que tiene, desde hace un par de años la
memoria le falla bastante. Todo el camino fue una mezcla de múltiples preguntas
y anécdotas repetidas pero que amé responder y escuchar, una y otra vez, porque
sé que no tendré ya demasiadas ocasiones para volver a repetir algo así. En
algún momento la vida acaba y queramos o no, la vida de nuestros seres queridos
de mayor edad -sean nuestros padres o abuelos- corre mayor riesgo de… bueno, ya
sabes a lo que me refiero…
Como mencioné al principio, mi
tiempo en familia se redujo mucho este año. Las visitas a mi abuela paterna
pasaron de ser semanales a ser quincenales o –incluso– mensuales desde que
inicié la facultad y ya no recuerdo la última vez que pasé tanto tiempo con ella.
Es por todo eso que tan contento me deja haber hecho este viaje. La vida no nos
regala con mucha frecuencia este tipo de oportunidades; no siempre se pueden
hacer viajes tan peculiares ni ver ocasos tan bellos, así que debemos ser
agradecidos cuando algo así se nos da, principalmente porque no sabemos si
pueden volver a repetirse.
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